10 Modernos y reaccionarios
Durante los siglos XVI, XVII y XVIII tanto la forma de hacer ciencia como las estructuras sociales sufrieron una profunda transformación. El mundo fue acostumbrándose a las noticias, cada vez más frecuentes, de nuevos descubrimientos geográficos, a los prodigios descubiertos por los filósofos naturales y a los creados por los artesanos en sus talleres como, por ejemplo, a los nuevos mundos mostrados por los microscopios y los telescopios. En paralelo, las viejas instituciones medievales iban dejando paso a un nuevo orden controlado por la burguesía. El mundo estaba cambiando y se revelaba extraño, pero los filósofos naturales confiaban en que la razón sería capaz de entenderlo. Newton publicó sus Principia en 1687 y escribió en ellos “Aquí demuestro la estructura del sistema del Mundo”. Los filósofos y pensadores decidieron replantearse el orden social, y para hacerlo tuvieron muy en cuenta los éxitos que la razón y la observación había deparado a los filósofos naturales. El asombro y la reverencia ante los éxitos de Newton fueron prácticamente unánimes, Alexander Pope, el poeta inglés del XVIII afirmó:
La naturaleza y sus leyes yacían en la oscuridad de la noche y Dios dijo, sea Newton y se hizo la luz.
10.1 Ciudadanos modernos
El mundo medieval fue relegado al recuerdo y la sociedad entró en la modernidad. Para ilustrar esta transición el autor David Wootton contrasta el mundo intelectual de un inglés educado en 1600 con el de otro de 1733. El ciudadano de 1600 “tenía un par de docenas de libros, creía en las brujas y en los hombres lobo (…), pensaba que Aristóteles era el filósofo más importante de la historia y que Plinio, Galeno y Ptolomeo eran las autoridades absolutas en historia natural, medicina y astronomía.”749 Mientras que el de 1733 “poseía cientos o miles de libros, no conocía a nadie sofisticado que creyese en las brujas (…). Creía que la Tierra giraba alrededor del Sol, había visto una máquina de vapor y estaba convencido de que la ciencia iba a transformar el mundo y que los modernos habían adelantado a los antiguos en todas las áreas del conocimiento.”750
El intelectual de 1700, despojado de las certezas medievales, se enfrentaba con confianza, y mediante la ayuda de la observación y la reflexión rigurosa, a la tarea de descubrir los secretos del mundo natural, de construir nuevos sistemas filosóficos y de plantear nuevos órdenes sociales. La filosofía disfrutó en esta época de su segunda edad de oro. Entre 1630 y la revolución francesa trabajaron los pensadores que sentaron las bases de nuestra filosofía contemporánea. Entre ellos se podría destacar a: Descartes, Hobbes, Spinoza, Locke, Leibniz, Hume, Rousseau o Voltaire. Estos intelectuales modernos aunaban un desprecio, probablemente excesivo, por la alambicada filosofía medieval con un profundo interés por las nuevas ciencias. Un interés que no se limitaba a la curiosidad, sino que, en muchos casos, hacía que las practicasen. No es casual que en nuestras asignaturas de secundaria y bachillerato estudiásemos a Descartes y a Leibniz tanto en las clases de matemáticas como en las de filosofía. La duda cartesiana suele iniciar los primeros cursos de filosofía moderna, mientras que su geometría es la piedra de Rosetta que relaciona la geometría con el análisis matemático. Y Leibniz, el codescubridor del cálculo diferencial e integral, fue un importante metafísico especulativo.
10.2 Ilustración y progreso
La ilustración fue, a la vez, un movimiento social y un proyecto filosófico que pretendía aplicar los principios de la revolución científica a todos los aspectos de la sociedad.751 Su aproximación se basaba en aplicar el empirismo y el uso de la razón para repensar y superar las ideas medievales. Y esta refundación no pretendía abarcar tan sólo el mundo natural, sino, también, cualquier aspecto relevante, incluidos los sociales.
Una de las obras más emblemáticas de este movimiento es La Enciclopedia. El objetivo de sus 17 volúmenes, publicados entre 1750 y 1760, era recoger todo el conocimiento de la época. Entre los referentes enumerados en la introducción por d’Alembert, uno de sus principales creadores, se encontraban tanto filósofos como filósofos naturales: Francis Bacon, Descartes, Newton y Locke.
A pesar de lo que pudiese pensarse, los resultados de esta nueva aproximación se materializaron antes en el cambio social que en la tecnología. Newcomen no diseñó su máquina de vapor hasta 1712 y Watt propuso sus mejoras entre 1763 y 1775, mientras que la Declaración de independencia, fruto de la primera revolución política ilustrada, la americana, fue firmada el 4 de julio de 1776. Tampoco es casualidad que varios de los firmantes de esa declaración, profundamente laica y republicana, fuesen científicos aficionados.752
Los ilustrados compartimos una creencia firme, nuestro mundo puede ser mejorado mediante el conocimiento y nos proponemos revisar cada asunción intelectual puesto que, en innumerables ocasiones, los dogmas y las creencias erróneas han demostrado oponerse al progreso humano. Nuestras principales herramientas para conseguirlo son la observación, la razón, que tiene que incluir la cantidad precisa de duda y prudencia, y un profundo respeto por los seres humanos.
La propia confianza en el progreso se convirtió en una de las fuerzas del cambio. Es cierto que antes de la modernidad ya eran sabedores de que el mundo había cambiado en el pasado. Los renacentistas, por ejemplo, distinguieron la antigüedad, la época posterior a la caída de Roma y el renacimiento como épocas claramente diferenciadas. Sin embargo, mientras que los renacentistas medievales asumieron el pasado clásico como la meta a la que aspirar, los ilustrados confiaban en que sus capacidades les permitirían llegar más allá. Además, existe una diferencia fundamental entre creer que ha habido cambios y pensar que uno puede influir en ellos. La idea de que el progreso es responsabilidad nuestra era nueva y también lo era el método propuesto para conseguirlo: observación, estudio riguroso, discusión racional y colaboración.753 Esta actitud nos convierte, para lo bueno y para lo malo, en responsables últimos de lo que ocurre. Ya no nos creemos estar a merced de la providencia de un padre invisible y mudo. El ilustrado asume su responsabilidad, nuestras acciones tendrán consecuencias, y cree que mientras nos abandonemos al prejuicio y al dogma, nuestro mundo retrocederá y sólo la disciplina intelectual y el respeto por lo humano nos harán progresar.
Es difícil establecer paralelismos entre mundos intelectuales muy distintos, pero tal vez esta actitud ilustrada ante el progreso no fuese completamente nueva en la historia. Los sumerios eran conscientes de haber construido la primera ciudad, de haber fundado la civilización. Y, más recientemente, en el mundo helenístico también fueron conscientes del progreso tecnológico. El estoico Crisipo de Solos (281-208 a. C.) sabía que su tiempo estaba poblado por máquinas desconocidas para Aristóteles754 y Séneca (4 a. C.- 65 d. C.). Crisipo escribió: “Llegará el día en el que lo que desconocemos será traído a la luz (…) y nuestros descendientes se maravillarán de que ignorásemos los hechos más elementales.”755
Esta confianza en el progreso se hizo trágicamente patente en la figura del ilustrado Nicolas de Condorcet. Este matemático, mientras se encontraba escondido de los revolucionarios franceses en una pequeña habitación, y poco antes de ser atrapado y ejecutado, escribió una obra expresando su confianza en el progreso, su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Ni el caos político ni el terror fueron capaces de destruir el convencimiento del ilustrado en el poder de la razón como fuerza de progreso.
Podemos pensar que el optimismo de Condorcet fue exagerado, pero lo cierto es que tenía razón. Aquí estoy, dos siglos después de su muerte, rodeado de libros, con el conocimiento de la humanidad a mi alcance, acompañado por casi 8000 millones de personas, con unos índices de pobreza y analfabetismo extraordinariamente bajos y con una esperanza de vida inimaginable hace tan sólo cincuenta años.756 Son muchos los que intentan minimizar estos logros, pero me pregunto cuántos de ellos estarían dispuestos a volver a la época de Condorcet o a cualquier otra anterior en la que se viesen obligados a vivir sin internet, sin teléfonos, medicinas, comida o agua potable. Siempre estaré abierto a discutir sobre la relación entre el conocimiento y el progreso, pero advierto que pondré una condición, dado que me interesan mucho los diálogos racionales, pero poco las discusiones sin fundamento, exigiré que la discusión sea racional, que se aporten datos y no sólo anécdotas u opiniones.
Que yo defienda la obviedad de que en los últimos dos siglos hemos mejorado material y moralmente no implica que esté asumiendo que el progreso sea automático o uniforme. El progreso siempre será un proyecto inacabado y plagado de problemas. Aunque nuestros esfuerzos han conseguido que mejoremos, también han tenido gravísimas consecuencias negativas. El cambio climático, la contaminación o la destrucción de los ecosistemas, por ejemplo, son responsabilidad nuestra y nuestra es también la responsabilidad de intentar limitar esos estragos sin destruir el bienestar que hemos obtenido. Conseguirlo no es sencillo puesto que cualquier acción encaminada a solucionar estos problemas puede, potencialmente, causar otras consecuencias negativas. Los sistemas de los que depende nuestro bienestar, como el agrícola o el sanitario, son muy complejos y difíciles de predecir. Y, además, en muchos casos, en un mundo de recursos limitados las acciones tomadas para mejorar algún aspecto pueden exigir compromisos. Lo que no es una opción válida es la inmovilidad o el desánimo, abandonar el timón y dejar el barco a la deriva sería una acción criminal. Muchos creyentes religiosos asumen que su destino no está en sus manos y se limitan a esperar el dictado de su ente sobrenatural preferido, pero recordemos que lo que la legendaria caja de Pandora guardaba en su fondo no era otra cosa que la esperanza. Los griegos clásicos creían que limitarse a confiar en una esperanza irracional tendría consecuencias nefastas y que un humano tenía el deber de tratar de labrar su propio destino.
Nuestra rendición conduce al hambre y la enfermedad, pero si nos esforzamos por analizar racionalmente los resultados de nuestras acciones aprenderemos sobre nuestro mundo interconectado y tendremos la oportunidad de seguir progresando. Sin embargo, al mismo tiempo, el ilustrado asume que nunca deberemos olvidar que el progreso siempre será un proyecto inacabado y hace suya una crítica racional constante tanto a los objetivos como a los medios. La propia idea de que queremos progresar implica el reconocimiento de que no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Sólo asumiendo nuestras limitaciones actuales tendremos la oportunidad de aprender y mejorar.
Creo que las palabras de la historiadora y novelista Ada Palmer resumen perfectamente las enseñanzas de Condorcet:757
El progreso no es inevitable, pero está ocurriendo, no es diáfano, pero es visible, no es seguro, pero es beneficioso, no es lineal, pero es direccional, no es controlable, pero depende de nosotros. De hecho, depende sólo de nosotros.
10.3 La reacción
Como era de esperar no a todo el mundo le entusiasmaron las ideas ilustradas. A la Iglesia Católica, por ejemplo, no le gustó que se cuestionases sus dogmas y que se propusiesen sistemas políticos laicos. E incluso dentro de las propias filas ilustradas hubo voces discrepantes. Una de las más relevantes fue la de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778).
Según Rousseau los seres humanos son buenos por naturaleza, mientas que la reflexión intelectual, las artes, las ciencias y la sociedad engendran vicios y corrupción.758 Sin embargo, los paseos campestres y el trabajo agrícola, que el propio Rousseau nunca practicó, sí serían buenos para el espíritu.759 Este intelectual caracterizó a la astronomía, por haber nacido a partir de la astrología, como hija de la superstición, a la física como curiosidad indolente y a la geometría como la formalización de la avaricia, y añadió que la ciencia conoce poco y yerra mucho.760 Por último, la tecnología, como era de esperar, sería, también según Rousseau, negativa. La imprenta, por ejemplo, no hacía más que reproducir los errores y las extravagancias de la mente humana (entre las cuales no sé si habría estado de acuerdo en incluir la suyas). Esta reacción ante las propuestas ilustradas sigue teniendo eco en la actualidad. Pocas diferencias aprecio entre las propuestas de Rousseau y los programas políticos y sociales de la mayoría de los pseudoecologistas actuales que, con la excusa de la defensa del medio ambiente, critican los resultados de dos siglos de progreso sin proponer más alternativa que las quimeras y el hambre.
Hoy en día se observa en la sociedad una actitud que podría calificarse, cuanto menos, de ambivalente frente al conocimiento. Por un lado, cuando alguien está sano es común que se encomiende a charlatanes y pseudoterapeutas y, sin embargo, al enfermar seriamente es común que exija una respuesta rápida de la medicina “alopática”, mientras que, al mismo tiempo, asocia a la ciencia y a lo artificial con lo malo. Lejos queda la sensibilidad estética del conde de Buffon, uno de los principales naturalistas del XVIII, que relacionaba lo natural con lo peligroso y los jardines cuidados con lo bello.761
En nuestro mundo contemporáneo el Doctor Frankenstein y el monstruo fruto de su soberbia son una de las principales referencias culturales. Para calibrar las actitudes ante un grupo o un fenómeno social podemos observar el retrato que hace de ellos la cultura popular. Por ejemplo, durante décadas, el cine encasilló al colectivo homosexual en papeles cómicos, trágicos o criminales. Al lector interesado en repasar esa historia le recomiendo el excelente documental El celuloide oculto. Pensé en elaborar una lista de películas en las que el científico fuese un personaje negativo, sin embargo, como no quiero que esta sección se alargue durante páginas, y dada mi profesión, he preferido limitarme sólo a los genetistas. Podría comenzar con Frankenstein, La isla del doctor Moreau o Los niños del Brasil, pero seamos más estrictos con la definición de genetista. En El dormilón de Woody Allen fuimos los que creamos frutas y verduras gigantes que, por supuesto, estaban malísimas. En la distopía Gattaca, una actualización de Un mundo feliz, conseguimos erradicar la enfermedad mediante la selección de embriones, algo que, al parecer, debe de ser terrible porque interfiere con la libertad individual, y en Código 46 tres cuartos de lo mismo. En Blade Runner creamos esclavos y en El ataque de los clones el ejército clon. En Parque Jurásico trajimos de vuelta a los dinosaurios alterando el orden natural y causando el caos, primero en una isla y luego en el mundo entero. En Species conjuramos a la terrible Sil y en Doom: la puerta al infierno añadimos “cromosomas marcianos” a personas normales transformándolos en monstruos infernales. En el nuevo Spiderman la radiactividad se cambió por la ingeniería genética y Lagarto, uno de los supervillanos, es un ingeniero genético ataviado con bata. En Sense8, la excelente serie de Netflix, trabajamos para una corporación que está intentando acabar con la diversidad humana y en Resident Evil, a sueldo de otra empresa, sintetizamos el virus que convirtió a la humanidad en zombis. En Splice: experimento mortal creamos a la peligrosa Dren (empollón deletreado al revés en inglés) y en Detective Pikachu a Mewto, pero nos olvidamos de ponerle corazón. Menos mal que Pikachu es tan mono que consiguió convencer a Mewto. Lo de Dren acabó peor. Y, lo que más me duele, es que en el episodio 23 de Star Trek fuimos los padres de Kahn, uno de los villanos más terribles de esta serie humanista. Algunos payasos se quejaron de la imagen que It había dado de su gremio, sin embargo, yo estoy tan acostumbrado a ser el malo de la película que me hace hasta gracia reconocer el odio que subyace en la sociedad contra nosotros. Hemos llegado a ser un cliché tan grande, que en Venom, para que sepas quién va a ser el malo, te dejan claro que, aunque ahora se dedica a hacer cohetes espaciales, antes fue genetista.
Resulta profundamente irónico que el único genetista hollywoodense positivo que puedo recordar aparezca en Contagio, la excelente película de Steven Soderbergh. En 2020 fuimos conscientes de que el futuro se parecía más a esta excepción que a la regla representada por Parque Jurásico, Doom o Detective Pikachu. En días conseguimos crear varias vacunas y en menos de un año las habíamos probado satisfactoriamente.
No seré yo quien rechace el valor de la crítica racional ni quien niegue las enormes consecuencias negativas de la tecnología, pero criticar sin reconocer al mismo tiempo las ventajas de los avances que hemos conseguido no es racional ni justo. Además, una parte importante de estas quejas parten de un desconocimiento profundo de las áreas censuradas. Por ejemplo, llevamos décadas con un debate sobre los transgénicos que no puede calificarse más que de absurdo. Después de este tiempo, la profesión del mejorador genético sigue siendo desconocida para la sociedad. Aunque hemos perdido miles de horas en discusiones estériles, casi nadie ha aprendido que las variedades de fruta, verdura o cereales que compra en el supermercado son el resultado de un esfuerzo tecnológico sostenido que, entre otras cosas, ha conseguido multiplicar por tres la productividad de los campos de cereales desde los años 60.
10.4 Los nostálgicos de la ignorancia
Otra de las reacciones negativas al conocimiento generado por las nuevas ciencias provino de una parte del movimiento romántico que reaccionó ante lo que percibían como la mirada fría de los filósofos naturales. Por ejemplo, según Poe (1809-1849), en Soneto a la ciencia, la investigación marchitaba el corazón del poeta, el ensayista Charles Lamb (1775-1834) escribió que Newton no creería en nada que no viese tan claro como los lados de un triángulo (algo que al parecer era negativo), John Keats (1795-1821) es famoso por recordarnos que Newton destruyó la poesía del arcoíris al reducirlo a un prisma y el poeta y pintor William Blake (1757-1827) se lamentó de que las matemáticas se hubiesen convertido en la prisión del petirrojo. Estos sentimientos podrían resumirse con las palabras del ensayista británico Thomas Carlyle que, en 1829, escribió en su Signo de los tiempos: “en la edad de las máquinas el romanticismo y el asombro están muriendo de mano de la medida y el número”.
Antes de continuar es importante destacar que esta posición, como veremos, no fue uniforme entre los románticos, los poetas Goethe (1749-1832), Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) o William Wordsworth (1770-1850), por ejemplo, estaban profundamente interesados por el conocimiento del mundo natural. Y es normal que lo estuviesen ya que el conocimiento, como enfatizó Feynman, no resta, sino que añade. Lo que Blake o Keats añoraban no era el arcoíris, sino la ignorancia. La belleza del arcoíris no se merma cuando alguien comprende su física, incluso me atrevería a decir que ese conocimiento añade belleza a su contemplación. Me resulta extraño que alguien se sienta atraído por la ignorancia. ¿Dónde reside la magia de la incultura? ¿Acaso no nos empobrece desconocer las cuestiones más básicas sobre el funcionamiento de nuestro mundo? Alexander von Humboldt (1769-1859), que podría ser considerado el epítome de la aproximación romántica a la naturaleza, dijo que la ciencia no podía matar la fuerza creativa de la imaginación, sino todo lo contrario, era portadora del asombro y la emoción.762
Tal vez parte del problema de los nostálgicos de la ignorancia se deba a que basan su visión del mundo en cuentos que saben frágiles, relatos que la razón puede llevarse con un ligero soplo.763 No es que les apene que Newton destejiese el arcoíris, sino que sus mitos sufriesen el destino de los unicornios o los centauros. Si uno elige postrarse ante simples figuras de madera llamándolas dioses, es normal que le siente mal que alguien las señale como fruto de la imaginación. En los antiguos relatos, el mundo estaba habitado por espíritus, sin embargo, la ciencia moderna encontró un mundo lleno de átomos no de seres sobrenaturales.764 El lamento de los nostálgicos de la ignorancia no es muy distinto de la pataleta del niño que acaba de darse cuenta de que Papá Noel no existe.
Otra parte del problema, tal vez, surja de la dificultad de la visión científica del cosmos. Es fácil entender un cuento o un mito, ya que, al fin y al cabo, se crearon para tener dimensiones humanas, pero el logos es inhumano e indiferente y no hará ningún esfuerzo por acercarse a ti; eres tú quien tiene que estudiar con ahínco para recorrer el camino. Alguien, puede que fuese la fotógrafa americana Berenice Abbott parafraseando a Goethe, escribió que pocos son los que tienen la imaginación para la realidad. Las conclusiones científicas son, en muchas ocasiones, contraintuitivas, se oponen a nuestras intuiciones más básicas:765 los objetos se mueven aunque no actúe fuerza alguna sobre ellos, la Tierra no es plana y gira a una velocidad fabulosa, las especies cambian a lo largo de tiempos inimaginables y la noción de ocupar una posición concreta en el espacio carece de sentido en la escala atómica. La estructura del cosmos es inhumana y aproximarse a ella exige estudio e inteligencia. Entender el arcoíris, por desgracia, no es fácil, por lo que a uno puede tentarle rendirse y optar por elogiar su propia ignorancia. Sin embargo, es importante recordar que la principal víctima de esta renuncia no será el cosmos, sino nosotros mismos. Podemos elegir no hacer el esfuerzo de entender la evolución, pero quienes sufriremos la próxima pandemia seremos nosotros. La Tierra continuará girando independientemente del grado de nuestra estupidez.
10.5 El romanticismo de la visión científica
Gracias a la ciencia conocemos la danza evolutiva que ha creado los virus, los colores de las flores y los ojos de los insectos y podemos maravillarnos con lejanas colisiones galácticas y microscópicos arabescos moleculares. El conocimiento no sólo no resta, sino que emociona. Cada vez que vuelvo a ver a Armstrong pisando la Luna por todos nosotros o a Goodall estudiando a los chimpancés, cada vez que imagino el día que Noether entendió las simetrías del logos o el momento en el que Galileo observó su primera parábola, siento una emoción reverencial. Estas experiencias nos acercan a lo sublime tanto como Beethoven o las pinturas paleolíticas de Chauvet y me apena que haya quien rechaza esta posibilidad de sentirse en comunión, en contacto profundo, con el cosmos, con algo mucho más grande que nosotros mismos. Habrá quien ante estas experiencias utilice términos tales como espiritualidad o trascendencia, sin embargo, yo prefiero evitarlos puesto que este deleite no requiere creencia alguna en lo sobrenatural. El reconocimiento del orden del cosmos, del logos, y de nuestro humilde rincón en él son más que suficientes para maravillarme. Sagan nos transmitió esta idea con maestría. Por otro lado, me entristece que este sentido de la maravilla se pierda cuando se enseña la ciencia en el colegio. Cada vez que un profesor resuelve un problema sobre planos inclinados sin explicar lo que significaron para Galileo me rompe un poquito el corazón.
Los románticos estaban profundamente interesados por la naturaleza y por su relación con lo humano, por lo que no es de extrañar que muchos de ellos quisiesen conocerla. Los poetas románticos ingleses, Byron (1788-1824) y Shelley (1792-1822) estaban muy interesados por la ciencia y Coleridge y Wordsworth eran habituales de la Royal Society. Tal era la afición de algunos de ellos que, en algunos casos, la elección de recordar a un autor como poeta o como científico llega a ser un tanto convencional. Goethe estaba fascinado por la botánica y amasó una colección de dieciocho mil rocas,766 mientras que Humphry Davy (1778-1829), recordado hoy en día, con justicia, como un gran químico, era también poeta y en sus cuadernos de notas alternaba las descripciones de sus experimentos con su reacción emocional ante los mismos.
La idea de las dos culturas me parece completamente absurda, si uno aspira a entender el mundo y nuestro papel en él, no puede permitirse renunciar a ninguna perspectiva. Las dos aproximaciones son complementarias y en ningún caso debemos considerarlas como aisladas. Uno puede no conocer a Cervantes, a Tolkien, a Galileo o a Noether, sin embargo, mientras en los dos primeros casos en nuestra sociedad se le considerará inculto, en los dos últimos podrá enorgullecerse de no saber de números. No son números, idiota, son las entrañas del logos que enmarca tu papel en el cosmos. Recuerdo con agrado una conversación entre el novelista Cormac McCarthy y el director de cine Werner Herzog, en la radio pública de Estados Unidos, discutiendo sobre detalles de física de partículas y sobre la hipótesis Riemann con el físico Lawrence Krauss; esta debería ser la norma, aunque, por desgracia, sea la excepción.767 Wordsworth expresó algo muy similar en el prefacio a las Baladas líricas que escribió junto a Coleridge:
El poeta (…) estará dispuesto a seguir los pasos del hombre de ciencia (…), estará a su lado transmitiendo la sensación de los propios objetos de la ciencia. Los descubrimientos más remotos del químico, el botánico o el minerálogo, serán objetos del arte del Poeta"
10.6 Ciencia romántica
Lo que sí hicieron los románticos fue proponer y utilizar una aproximación a la ciencia distinta a la de los primeros filósofos naturales modernos, una aproximación que podríamos denominar ciencia romántica y que en el mundo germano se conoció como Naturphilosophie. Probablemente el representante más destacado de esta actitud fue Humboldt, explorador, naturalista y logófago, que, apasionado por el mundo que le rodeaba, decidió recorrerlo, medirlo y clasificarlo. Humboldt fue un hijo típico de la ilustración que siempre defendió la libertad, la igualdad, la tolerancia y la importancia de la educación.768
Sin embargo, la actitud de los románticos frente al objetivo del conocimiento científico contrastaba con la de algunos filósofos modernos. Mientras que Francis Bacon defendía el estudio del mundo natural como medio para controlarlo, a él se le atribuye la frase “el conocimiento es poder,”769 Humboldt y los románticos perseguían el estudio de la naturaleza como un fin en sí mismo, algo mucho más próximo a la actitud helénica original.
Aunque estas dos aproximaciones podrían plantearse como antagónicas, yo creo que son compatibles. La investigación del mundo natural nos permite apreciarlo de un modo más profundo, hace que podamos entender mejor nuestra relación con él y, además, que podamos modificarlo en nuestro beneficio. Sin embargo, esta relación no está exenta de tensión, es cierto que los seres humanos somos animales, pero también lo es que no somos simples animales. Los valores humanos están reñidos con el devenir natural; cada vez que rescatamos a un niño enfermo de la muerte utilizando tecnología médica estamos modificando el mundo natural. La selección natural es inhumana, pero nosotros no lo somos.
Al mismo tiempo, los valores del humanista implican un compromiso, porque, aunque siempre deben supeditar el respeto del entorno natural al bien de los humanos, hemos de mantener el legado natural para nosotros mismos y para las futuras generaciones. Los otros seres que habitan el planeta no son nuestros iguales, pero son nuestra familia y no sólo les debemos admiración y cariño, sino protección. Una buena forma de juzgar a un humano es considerar sus acciones hacia los más débiles. Además, aunque debemos modificar el entorno natural en nuestro beneficio, no debemos olvidar que los humanos formamos parte inextricable del ecosistema, que sin agua, aire y nutrientes estamos condenados, una Tierra sin entorno natural sería un espacio muerto en el que los humanos desapareceríamos al instante. El planeta es nuestra casa y el ecologismo irrenunciable. No en vano la etimología de ecología es: el estudio de la casa.
Este ecologismo siempre exigirá un equilibrio delicado entre las necesidades humanas y el respeto a los demás seres vivos por sí mismos. Es cierto que incluso aunque pudiésemos vivir completamente aislados, sería una monstruosidad acabar con nuestra familia, pero, por otro lado, aunque un modo de preservar los ecosistemas sería abogar por la completa desaparición de los humanos, esto es algo a lo que el humanista se opondrá con todas sus fuerzas. El mantenimiento de estos dos mundos, el humano y el natural, en un universo de recursos limitados, nos enfrentará continuamente a dilemas que requerirán conocimiento profundo, humildad intelectual, y una buena dosis de generosidad y sabiduría, algo que no alcanzaremos sin una buena educación tanto científica como humanística. El planeta es nuestra casa, debemos protegerlo y, a la vez, humanizarlo.
La idea de los ecosistemas, por cierto, se la debemos a los científicos románticos y muy especialmente a Humboldt. Los ilustrados solían enfrentarse a un problema diseccionándolo en pequeñas partes, de forma que cada una de ellas pudiese ser resuelta con mayor sencillez. Esta estrategia funcionó muy bien para aquellas cuestiones en las que las partes eran relativamente independientes, pero está condenada al fracaso cuando el todo está compuesto por partes estrechamente interconectadas y esta fue precisamente la crítica romántica. Humboldt y la Naturphilosophie perseguían una comprensión global, no reduccionista, de la naturaleza.
Mientras Descartes pretendía entender a los seres vivos como máquinas formadas por pequeñas piezas listas para ser analizadas, Goethe pensaba que era imposible entenderlos sin una comprensión sintética del conjunto. Humboldt llevó esta idea a su extremo lógico y estudió todo el mundo natural en su conjunto creando así la ciencia de la ecología.
En la historia, como hemos visto, unas ideas suelen evolucionar a partir de otras y en este caso podríamos considerar a Spinoza (1632-1677), el gran filósofo racionalista, como el abuelo intelectual de la visión integradora romántica. Spinoza identificó al universo completo con Dios, algo que, a su vez, recuerda al antiguo logos griego. El romántico inglés Wordsworth recogió esta tradición al declararse adorador de la Naturaleza.770
En cualquier caso, estas críticas románticas no estaban dirigidas contra la ciencia, al fin y al cabo, su objetivo era estudiar el mundo natural con las mejores herramientas disponibles, es decir, su ánimo era hacer ciencia. El objeto de sus críticas era el exceso de reduccionismo. Aunque la disección es una estrategia fértil, debe complementarse con una visión del conjunto. Esta es una lección que la ciencia contemporánea no ha olvidado. En algunas ramas tradicionales de la ciencia, como la física o la química el reduccionismo ha funcionado muy bien, pero otras utilizan habitualmente visiones más integradoras. Campos como la física estadística, las teorías de redes y de la complejidad, la biología de sistemas o la ecología parten de visiones holísticas. El problema es que esta aproximación no siempre es fácil, puesto que los sistemas compuestos por numerosas partes estrechamente interrelacionadas suelen tener comportamientos difíciles de reconstruir a partir del análisis de sus piezas. En realidad, ambas perspectivas son complementarias, la microscópica y la global, la reduccionista y la holística. Para comprender el bosque necesitamos observarlo en su conjunto, pero si nos olvidamos de los árboles, poco será lo que hayamos entendido y la ciencia contemporánea no sólo aspira a comprender los árboles, sino, también, los mecanismos moleculares de las células que los componen y tampoco limita su ambición al bosque, sino que estudia el planeta completo en su conjunto. El del reduccionismo es un tema que volveremos a tratar cuando hablemos sobre la aproximación naturalista a la metafísica.
Pero volvamos a Humbodlt y a los frutos que obtuvo gracias a la aplicación de estas ideas. Este romántico, fundador de la ecología, aprovechó sus largos y duros viajes de exploración para medir cada detalle del paisaje. Llegó, por ejemplo, a escalar el Chimborazo, una de las montañas más altas de la Tierra, pertrechado con un pesado barómetro para poder medir la presión atmosférica a distintas alturas. Y el conjunto de todas estas observaciones le permitió plantear una novedosa visión del mundo. Humboldt propuso, por ejemplo, que los árboles influían en el clima. Se dio cuenta de que, en los bosques, la evaporación aumentaba la humedad atmosférica y refrescaba el ambiente y de que las raíces protegían el suelo de la erosión. Descubrió, además, que el clima era un factor determinante en los tipos de vegetación de una región e ilustró esta conclusión con un famoso dibujo en el que se observan los distintos ecosistemas que pueblan la ladera del Chimborazo a diferentes alturas.
Humboldt también fue el abuelo del ecologismo como propuesta política. Al darse cuenta de la capacidad de los seres humanos para alterar el entorno, nos previno de los problemas que podemos llegar a crear si utilizamos la tecnología sin comprender los sistemas implicados; una lección cada día más relevante. Nadie antes había descrito el impacto negativo de las actividades humanas sobre el medio ambiente y él lo ejemplificó con la deforestación que observó en la actual Venezuela. Se dio cuenta de que la tala masiva de árboles favorecía la erosión de un suelo que ya no volvería a ser fértil y que esto, a su vez, causaba sequías que acababan con las cosechas que se pretendían obtener cultivando el suelo deforestado. La conclusión de Humboldt fue que debíamos seguir trabajando para entender y conservar el mundo natural.771
La romántica es una época fascinante de la evolución científica, pero, por desgracia, bastante desconocida. Recomiendo al lector encarecidamente su estudio puesto que es de vital importancia acabar con la absurda idea de las dos culturas. Por fortuna, en los últimos tiempos han aparecido varios libros bien documentados, profundos y, a la vez, deliciosos que versan sobre esta época. Podrían citarse, por ejemplo: La invención de la naturaleza de Andrea Wulf, La edad de los prodigios de Richard Holmes y The enlightened Mr. Parkinson de Cherry Lewis.
10.7 Ciencia y filosofía
Cuando discutimos la ciencia helenística, comentamos que algunos autores defienden que fue en ese momento cuando se separaron por primera vez ciencia y filosofía.772 Sin embargo, como muchos otros autores nos recuerdan, habría que hacer una matización: no fue hasta la Época Moderna, a partir del XVII, en un desarrollo paralelo al helenístico, cuando se consolidó esta división.773
Mientras la ciencia, el conocimiento riguroso del mundo natural, optó por centrarse en el empirismo, la filosofía continuó encargándose de las áreas más alejadas de la observación. Y, además de esta especialización, hubo una cierta tensión por dilucidar cuál de ambas ramas debía ser más fundamental y, por lo tanto, había de tener la última palabra en caso de conflicto. Descartes, por ejemplo, aún consideraba que la ciencia debía sostenerse sobre la metafísica. Pero el éxito de la física y el estancamiento de la metafísica hizo que esta actitud antigua terminase abandonándose. Fue en ese momento cuando la ciencia se emancipó de la metafísica especulativa definitivamente.774 Otros filósofos con actitudes más modernas, como, por ejemplo, Hume, llegaron a criticar duramente a la metafísica por ser oscura y poco rigurosa y por representar un obstáculo para el desarrollo de las ciencias.775
10.8 Iglesia y religión
Los filósofos naturales no se hicieron ateos de la noche a la mañana en el siglo XVI,776 la mayor parte de ellos continuó creyendo en alguna entidad sobrenatural creadora del universo. Sin embargo, sí es cierto que hubo cambios profundos, tanto en los dioses como en las relaciones entre la filosofía natural, la teología y las iglesias. Por ejemplo, el papel de los dioses fue alejándose paulatinamente de los seres humanos y fue relegándose al de remotos creadores. De unos dioses cercanos y dispuestos a intervenir, pasaron a creer en otros más lejanos y fríos que abandonaban su creación una vez dictadas las inexorables leyes naturales.777
Esta creencia en dioses creadores hacía que los investigadores de la época entendiesen como complementarios los caminos de la teología y la filosofía natural. Al fin y al cabo, ambas vías estaban tratando de entender la misma creación, la primera gracias a la revelación y la segunda mediante las evidencias y la razón.778 Kepler, por ejemplo, creía estar acercándose a su dios al comprender las leyes de la creación,779 Galileo pensaba que el deber del científico era revelar la gloria de la creación divina780 y Boyle, uno de los padres de la química, al igual que Newton, estaba convencido de que el orden desvelado por la ciencia era un argumento en contra del ateísmo.781
Sin embargo, con el tiempo, fueron apareciendo contradicciones entre la filosofía natural y la teología y fue entonces cuando hubo que enfrentarse a la decisión de quién debía tener la última palabra. El problema es que estas dos aproximaciones, en caso de conflicto, son irreconciliables puesto que, mientras una aboga por la discusión abierta y la justificación basada en evidencias públicas, la otra se refugia en una revelación a la que sólo tienen acceso algunos individuos especiales y que, por lo tanto, no está sujeta a escrutinio público.
Para la Iglesia romana la respuesta estaba clara, en caso de conflicto la última palabra debía tenerla la revelación, de hecho, había de tenerla su interpretación particular de las revelaciones que la propia Iglesia había elegido como válidas.782 Esta era una cuestión de vital importancia ya que, como había mostrado el protestantismo, su poder estaba en juego.
Durante la Edad Media la Iglesia cristiana trató de reprimir a los profesores universitarios más entusiastas de los filósofos paganos prohibiendo, por ejemplo, algunas enseñanzas en la Universidad de París en 1277, pero la sangre no llegó al río783 y la filosofía aristotélica acabó por ser incorporada, una vez domada, dentro de la cristiana. Puede que esta actitud tibia y relativamente tolerante se debiese a la falta de contestación contra el poder eclesiástico, tanto por parte de los intelectuales, que en su mayor parte trabajaban para la propia Iglesia, como por parte de otras iglesias protestantes, que todavía no habían aparecido.
Sin embargo, cuando Giordano Bruno y Galileo se empeñaron, a comienzos ya de la Edad Moderna, en defender el copernicanismo, las circunstancias habían cambiado. Los protestantes habían dejado claro que el poder basado en el consenso doctrinal podía sufrir importantes mermas cuando alguien rechazaba la autoridad religiosa. Además, muchos intelectuales habían pasado a trabajar directamente o indirectamente para la burguesía, por lo que ya no eran tan fáciles de controlar por parte de las autoridades religiosas.
La Iglesia católica, en principio, fue bastante generosa con Galileo: comprendió y aceptó la mayoría de sus argumentos en favor del copernicanismo.784 Tan sólo le pidió prudencia y paciencia y le recordó que él, que era el máximo defensor del empirismo, no había presentado evidencias sólidas del movimiento de la Tierra. Y este fue precisamente el núcleo del debate: mientras que Galileo sostenía que el movimiento de Venus alrededor del Sol era incontestable y que su física hacía admisible que la rotación terrestre fuese indetectable, la Iglesia romana le respondía que un asunto tan trascendental no podía zanjarse sin unas observaciones claras. Sin estas evidencias empíricas definitivas el heliocentrismo no pasaba de ser una hipótesis. Galileo intentó medir el paralaje estelar, pero no lo consiguió, y tuvo que postular, de nuevo sin evidencias, que el universo era inimaginablemente grande.785 Posteriormente creyó encontrar en las mareas un apoyo definitivo a su propuesta, pero se equivocó.786 En ciencia, muchas veces, no es fácil conseguir evidencias suficientemente claras en favor de una hipótesis.
Dados estos problemas, esta discusión podría llegar a contarse concediendo a la curia romana el papel de defensores del empirismo y a Galileo el de filósofo especulativo. Sin embargo, esto obviaría otro aspecto más profundo del conflicto entre la Iglesia y Galileo. En realidad, la cuestión fundamental no atañía a los cielos, sino al poder y no era otra que quién debía tener la última palabra en caso de enfrentamiento entre la teología y la filosofía. Y, como era de esperar la postura de la Iglesia Católica no podía ser más contundente: ella era la autoridad y si hacía falta quemar a alguien para aclarar la cuestión, había muchas plazas disponibles para organizar ajusticiamientos. La Iglesia y su interpretación de la Biblia no podían estar equivocadas.787 Sin embargo, Galileo, que era creyente, pensaba que, aunque las escrituras no podían estar equivocadas, la interpretación católica sí podía estarlo.788 Pero esto es algo que una curia romana herida por la traición protestante no podía admitir fácilmente.
Galileo fue condenado, se le obligó a abjurar del copernicanismo, a ver como se quemaban sus libros prohibidos y a permanecer en arresto domiciliario el resto de sus días.789 Gracias a Dios decidieron no echar también a Galileo al fuego, por lo que todavía pudo escribir durante su arresto alguna que otra obra maestra, que fue escamoteada y publicada en la Holanda calvinista.790 Este lugar de publicación no es casual, en general la censura de la Iglesia Católica sobre los libros fue mucho mayor que la de los fundamentalistas protestantes.
Sin embargo, la victoria de la Iglesia romana, tal y como Galileo temía, fue pírrica, el movimiento de la Tierra acabó siendo incontestable y este fallo la condenó al ridículo. La teología sobrevivió, pero, con el tiempo, acabó hundiéndose en la irrelevancia intelectual. Resulta sorprendente observar la magnitud del inmovilismo eclesiástico en este asunto. La enseñanza del copernicanismo no fue permitida hasta el siglo XIX791 y la publicación del libro no se permitió hasta 1968, el año del Apolo 5, el mayo francés y la fundación de Intel. Galileo, pero no Bruno, fue perdonado por fin en 1992.792 E incluso más recientemente, el cardenal, y posterior Papa, Joseph Ratzinger, dictó que el juicio a Galileo había sido razonable y justo.793
A pesar de esto, durante los siglos XVI, XVII y XVIII la convivencia entre religión y ciencia continuó siendo bastante tranquila, los conflictos factuales entre filosofía y teología no fueron demasiado importantes y, en general, los filósofos naturales continuaron siendo creyentes. No fue hasta el XIX cuando dos ciencias de aparición más tardía, la geología y la biología, levantaron la tormenta definitiva. Charles Lyell (1797-1875), uno de los padres de la geología, publicó en 1830 su Principios de geología, una obra que rechazaba que la Tierra hubiese sido creada recientemente.794 Esta crítica al mito de creación cristiano se unía al problema planteado por la inmensidad del espacio interestelar. Si los hombres éramos el centro de la creación, ¿por qué había hecho el dios cristiano un universo tan inhumano, tan inmenso, frío e inaccesible?
Sin embargo, el golpe final estaba todavía por llegar. Desde tiempos inmemoriales el argumento principal para defender la existencia de los dioses creadores había sido el del diseño. Si el cosmos está ordenado debía de ser porque un diseñador así lo había decidido. Esta defensa del creador ya había sido criticada por Hume, que apuntó la obviedad de que el argumento no solucionaba problema alguno, ya que sólo lo sustituía por otro, ¿quién había diseñado al diseñador? La crítica de Hume no llegó más allá de los círculos académicos, pero la propuesta evolutiva de Darwin, publicada en 1859, se convirtió en un maremoto que cambió para siempre el terreno de juego.
El origen de las especies es una obra en la que las evidencias se acumulan, una tras otra, en favor de un cambio lento y paulatino de las especies. Un cambio que no requiere de ningún diseñador porque hace uso de un mecanismo profundamente inmoral, la erradicación de los individuos peor adaptados. Además, y por si fuera poco, el ser humano dejó de ser una creación divina del paraíso y fue relegado a mamífero esforzado. De un plumazo Darwin nos dejó huérfanos, sin propósito trascendente y, a la vez, nos obligó a asumir nuestra madurez. No hay un propósito trascendente, ni más medida que la humana, por lo que tenemos que buscar nuestros propios objetivos y ser responsables de las decisiones que tomemos.
10.9 El lamento por los relatos
La historia de la santísima trinidad es un relato, la teoría gravitatoria de Newton es conocimiento. Ambas creencias son fruto de un consenso, la primera de la comunidad católica, la segunda de la práctica totalidad de los expertos en física del mundo. Pero ambos consensos no son equivalentes, la diferencia fundamental entre ambos estriba en que mientras que los relatos, en muchas ocasiones, se blindan contra la influencia de la realidad externa, el conocimiento científico se construye buscando la contrastación empírica contra esa realidad. Esto no implica que las comunidades científicas sean absolutamente racionales, ni mucho menos, pero sí que, eventualmente, acaban por converger en unas creencias que reflejan, al menos aproximadamente, la estructura de la realidad externa.
Esta convergencia es una diferencia clave entre el conocimiento y los relatos. Los conocimientos obtenidos por distintas áreas de la ciencia terminan por converger en una solución integrada. Esto sucedió, por ejemplo, con los físicos y los químicos en el tema de los átomos. Dalton propuso los átomos, a principios del XIX, para explicar las relaciones estequiométricas en las reacciones químicas, pero los físicos no los aceptaron como entidades físicas reales hasta principios del XX. Durante un siglo se mantuvo el desacuerdo, los físicos aceptaban que la idea funcionaba en las reacciones químicas, no discutían las evidencias, pero no pensaban que fuese necesario proponer la existencia de constituyentes fundamentales de la materia que se correspondiesen con esas proporciones químicas. Al final, se obtuvieron las evidencias físicas suficientes y se integraron ambas visiones. Sin embargo, con los relatos sucede lo contrario, la norma es la divergencia, es decir, la profusión de nuevos relatos. El relato cristiano surgió por una escisión del de los judíos, y, a su vez, dio lugar a numerosas nuevas variaciones. Mientras un grupo tuvo poder político suficiente como para acallar esas escisiones, la mayoría de la comunidad mantuvo un relato unificado, pero cuando este control flaqueó surgieron numerosas nuevas versiones, y versiones de versiones, que dieron lugar a una multitud de iglesias independientes. Esta diferencia entre convergencia del conocimiento y profusión de los relatos se debe a que, mientras que el relato se mantiene mediante la imposición o gracias al acuerdo tácito comunitario, el conocimiento tiende a converger adoptando una estructura análoga a la de la realidad externa que modela, una realidad que, por definición, es externa a las creencias de las comunidades que lo generan.
Los ilustrados clasificaron la teología cristiana, que hasta el momento había regido el orden social y la discusión intelectual, como un relato más.795 Aunque d’Alembert y compañía no utilizaban el término “relato”, sino “prejuicio”. Diderot, por ejemplo, se divirtió bastante comparando el mito en el que Zeus, transformado en cisne, se aparea con la espartana Leda, con el del Espíritu Santo y la virgen María.796 ¿Por qué debe ser considerado mitológico el primero mientras el segundo se acepta como verdad revelada? Cuando, además, añadiría yo, el griego parece más verosímil, dado que los hijos nacen de un huevo, como corresponde a un padre emplumado.
No todas las creencias son igual de eficaces. Si queremos vivir con un mínimo de bienestar la sociedad necesita conocimiento. Siempre ha sido así: ¿Cómo seguir una presa? ¿Dónde y cómo encontrar fruta? ¿Cómo encender fuego o tallar una piedra? En principio deberíamos optar siempre por el conocimiento, los relatos están bien como formas de entretenimiento o como legado cultural, pero confundirlos con la realidad puede llevarnos a tomar decisiones nefastas. Sin embargo, a pesar de esto, es necesario reconocer que la exigencia de rigor intelectual puede tener consecuencias negativas. Las religiones cumplen un papel social independientemente de que sus relatos se correspondan o no con la realidad, ya que lo relevante es que la comunidad que las profesa admita creer en ellos.797 El problema de socavar el cuento del diluvio universal es que al hacerlo se mina también parte del cemento comunitario, por lo que se debilita la estructura social.
Rousseau criticó a los ilustrados, que se identificaban con la Humanidad en su conjunto, y no con una nación o con una comunidad religiosa concreta, diciendo que no tenían raíces.798 La mayoría de los seres humanos son profundamente sociales y aislados no pueden florecer, por lo que rendirse a la realidad tiene un coste que los ilustrados debemos reconocer. Este es uno de los motivos por los que la crítica a las creencias que cimientan las distintas comunidades humanas no suele ser bien recibida.
Algunos pensadores plantean como alternativa la creación de comunidades basadas en la racionalidad, comunidades en las que la discusión racional sea bienvenida. En cierto modo Galileo o Diderot estaban haciendo algo mucho más radical que admitir la revolución terrestre, lo que estaban planteando era una nueva identidad que tuviese la búsqueda del conocimiento como denominador común.799 Esta es la identidad que yo he adoptado, aunque no sin problemas, ya que para los humanos la crítica, sea esta racional o no, suele tener un coste emocional.
Un problema adicional importante es que no es fácil para una comunidad aceptar abiertamente su irracionalidad. Los seres humanos buscamos comprender la realidad, por lo que no admitiremos de buen grado estar siendo irracionales. Esto nos conduce a una paradoja ineludible. Si un católico admitiese que sus creencias son un mero relato arbitrario, estaría socavando su utilidad como argamasa social. Una identidad construida sobre la admisión de la irracionalidad no será fuerte. Por lo tanto, la estrategia más común es asumir el relato irracional como verdadero y, a la vez, defender la racionalidad de esa posición. Es cierto que algunos creyentes religiosos afirman creer sin motivo alguno, pero lo habitual es que traten de justificar su posición aduciendo evidencias. Esto parecería situarlos en el campo de los ilustrados, que estarán dispuestos a admitir cualquier creencia correctamente justificada. Sin embargo, el creyente religioso estará participando en un doble juego, ya que nunca podrá admitir una verdadera posibilidad de crítica a sus ideas, puesto que cualquier variación de sus creencias fundamentales lo alejaría de su comunidad. Es decir, a la vez que afirma estar participando, al menos en parte, en una discusión racional, debe blindarse contra las consecuencias de la misma. La duda, como dijo A. B., es ácido para el hombre (o al menos para el creyente religioso). Uno puede elegir comprometerse con la razón, un camino exigente y autocrítico, o puede rendirse, en mayor o menor grado, a la pereza intelectual y a la complacencia comunitaria e, independientemente, aunque nos decantemos por la irracionalidad siempre podremos seguir proclamando a los cuatro vientos nuestro compromiso con la razón. No hay dos caminos hacia el conocimiento de la realidad, razón o sinrazón, uno se esfuerza por entender el mundo del modo más riguroso posible o no lo hace; pero lo que sí puedes hacer es disimular y siempre estaremos tentados de hacerlo ya que casi todos preferimos ser reconocidos por nuestros pares como seres racionales.
Esta actitud no sólo se da en las comunidades religiosas, también es muy frecuente, por desgracia, entre los científicos con los que me he relacionado a lo largo de mi carrera. Esto plantea la cuestión de por qué las comunidades científicas son capaces de generar conocimiento a pesar de que sus miembros están sujetos a algunos incentivos perversos. La respuesta, como veremos, es compleja. En primer lugar, no es igual de difícil conseguir conocimiento sobre todas las cuestiones: la física de los planos inclinados, por ejemplo, es mucho más sencilla que la historia evolutiva de las antiguas bacterias o que la macroeconomía. Además, hay una diferencia significativa entre las comunidades religiosas y las científicas, mientras que las primeras son muy vulnerables a los cambios en sus creencias, ya que basan su identidad en ellas, las segundas fundamentan su identidad en la creación de conocimiento y asumen que las respuestas son tentativas y pueden variar. El cambio de la física newtoniana por la relativista no tuvo como consecuencia la creación de dos comunidades irreconciliables de físicos, pero todas las modificaciones de los dogmas cristianos causaron cismas, guerras o represiones.
10.10 Ciudadanos del mundo
Supongo que Rousseau diría que un ciudadano del mundo no es en realidad ciudadano de ninguna parte, pero esta es la propuesta ilustrada: los humanos tienen una naturaleza común y esta debe ser la base de su identidad. Un ilustrado se identifica fundamentalmente como perteneciente a la especie humana, no como miembro de una nación, de una religión o de cualquier otro colectivo concreto. Por lo tanto, la ilustración, como la república de las letras, como las comunidades científicas, es cosmopolita.800
Las identidades basadas en relatos arbitrarios, aunque es cierto que cohesionan a los individuos que los comparten, también los aíslan, al menos en parte, de los otros grupos. Además, los ilustrados defendemos el derecho de los individuos a construir su vida independiente de los designios de la comunidad en la que ha nacido.
Por otro lado, si renunciamos a la defensa de la razón y a la identidad como humanos y aceptamos los relatos arbitrarios como principal sostén identitario, será imposible comparar los sistemas morales y legales que rigen las distintas comunidades. La ética colectiva y la legislación internacional son imposibles sin los valores ilustrados.801 Si renunciamos a la razón y a nuestra humanidad compartida, las culturas son inconmensurables y es imposible condenar la esclavitud o la ablación femenina. No niego que la cultura de una comunidad concreta no pueda ser relevante para los miembros de esa comunidad, lo que sostengo es que esa cultura nunca debe estar por encima de nuestra humanidad compartida ni de la razón.
La ilustración nos permite, al mostrarnos el camino del diálogo racional, trascender la cultura en la que hemos nacido y nos impele a avanzar más allá de los horizontes que nuestros padres pudieron divisar.802 Diderot escribió que la reverencia por el pasado nos condena a la inmovilidad social e intelectual, algo que un firme creyente en la posibilidad de progreso nunca podrá aceptar.
Wootton, The Invention of Science, location:288.↩︎
Ibid., location:362.↩︎
Pagden, The Enlightenment, location:595.↩︎
Dreger, Galileo’s Middle Finger, pagina:16.↩︎
Ada Palmer, “On Progress and Historical Change.”↩︎
Russo and Levy, The Forgotten Revolution, location:212.↩︎
Ibid., location:211.↩︎
Pinker, Enlightenment Now.↩︎
Ada Palmer, “On Progress and Historical Change.”↩︎
Gottlieb, The Dream of Enlightenment, location:4580.↩︎
Ibid., location:4605.↩︎
Ibid., location:4597.↩︎
Wulf, The Invention of Nature, location:1152.↩︎
Ibid., location:4645.↩︎
Yudkowsky, Rationality, location:14121.↩︎
Lindberg, The Beginnings of Western Science the European Scientific Tradition in Philosophical, Religious, and Institutional Context, Prehistory to A.D. 1450, Second Edition, location:583.↩︎
Shtulman, Scienceblind, location:120.↩︎
Wulf, The Invention of Nature, location:596.↩︎
Ira Flatow, Connecting Science and Art.↩︎
Wulf, The Invention of Nature, location:1775.↩︎
Wootton, The Invention of Science, location:1721.↩︎
Kenny, A New History of Western Philosophy, location:12501.↩︎
Wulf, The Invention of Nature, location:1154.↩︎
Nekrašas, The Positive Mind, location:458.↩︎
Ibid., location:322.↩︎
Ibid., location:348.↩︎
Nekrašas, The Positive Mind, location: 576.↩︎
Pagden, The Enlightenment, location:1830.↩︎
Godfrey-Smith, Theory and Reality, location:303.↩︎
Lindberg, The Beginnings of Western Science the European Scientific Tradition in Philosophical, Religious, and Institutional Context, Prehistory to A.D. 1450, Second Edition, location: 2729.↩︎
Ball, Curiosity, location:3412.↩︎
Strogatz, Infinite Powers, location:1164.↩︎
Ball, Curiosity, location:5721.↩︎
Mosterín, Los cristianos, pagina:419.↩︎
Lindberg, The Beginnings of Western Science the European Scientific Tradition in Philosophical, Religious, and Institutional Context, Prehistory to A.D. 1450, Second Edition, location:4470.↩︎
Ball, Curiosity, location:3587.↩︎
Wootton, Galileo, location:3594.↩︎
Ball, Curiosity, location:3606.↩︎
Wootton, Galileo, location:3358.↩︎
Ball, Curiosity, location:3599.↩︎
Wootton, Galileo, location:5837.↩︎
Ibid., location:5797.↩︎
Ibid., location:5844.↩︎
Pigliucci, Nonsense on Stilts, location:4283.↩︎
Ibid., location:4281.↩︎
Holmes, The Age of Wonder: location:9190.↩︎
Pagden, The Enlightenment, location:7273.↩︎
Pagden, The Enlightenment.↩︎
Ibid., location:7153.↩︎
Ibid., location:5856.↩︎
Dreger, Galileo’s Middle Finger, pagina:15.↩︎
Pagden, The Enlightenment, location:5810.↩︎
Ibid., location:7192.↩︎
Ibid., location:7422.↩︎